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miércoles, 30 de marzo de 2011

Sentencias medievales

Jon Odriozola
Gara


Sortu ya no se juzga por lo que diga, haga o deje de decir o hacer, sino «por-no-ser-creíble». No se somete a una ordalía altomedieval porque es antiestético. Y, sin embargo, no hay mucha diferencia

La jurisprudencia es una intrincada hojarasca donde es fácil perderse. Hay profesiones que todavía conservan vestigios de lo que fueron en el Antiguo Régimen: gremios con sus códigos y jerigonzas.

Pero llegó la Ilustración. Y la secularización y su postulado fundamental de la separación entre Derecho y moral. El estado no es ninguna obra divina, sino un artificio humano al servicio de la seguridad y la felicidad de sus componentes. En consecuencia, la intervención penal debe limitarse a aquellas conductas externas capaces de producir una efectiva lesión de algún bien jurídico relevante; los pensamientos, las meras intenciones o los rasgos de la personalidad han de quedar excluidos de la esfera punitiva. Esta idea -sigo a Luis Prieto Sanchís- de que el Derecho penal ha de confirmarse como una respuesta frente a conductas o hechos externos y no frente a simples vicios de la personalidad constituye una aportación verdaderamente fundamental de la Filosofía penal ilustrada que había de desmbocar en un proceso de destipificación del amplísimo catálogo de conductas castigadas por la legislación del Antiguo Régimen. Piénsese que antes de la Revolución francesa había más de cien delitos castigados con la pena capital.

La justicia española no es justicia y nunca lo será, al margen de que, coyunturalmente, beneficie o perjudique. Si lo fuera, Sortu, que como buen chico aplicado ha cumplido todos los pasos de una ley fascista como la de partidos (¿o es que ya no es fascista?), sería legal ya mismo. Pero no es ya que la selvática y nemorosa legislación española peque de vicio de origen -cualquier sentencia que emita la Audiencia Nacional, por ejemplo, es per se ilegal porque el propio tribunal de excepción lo es, pero lo pintan todo al revés, confiando en la ignorancia del pueblo- desde la guerra civil -aquí jamás hubo un Nüremberg-, sino que es propia de tiempos medievales y preindustriales. Sortu ya no se juzga por lo que diga, haga o deje de decir o hacer, sino «por-no-ser-creíble». No se somete a una ordalía altomedieval porque es antiestético. Y, sin embargo, no hay mucha diferencia, pues ¿cómo llamar a quien pide que des un paso y, cuando lo da, pedir otro y otro según el arbitrio de juicios que ni siquiera contempla la ley fascista? Legalizará el Tribunal Constitucional a Sortu, pero eso no cambiará la esencia de la más aberrante y venal de la legiferancia europea: la española. Una apócrifa justicia donde los jueces son protagonistas y se habla de ellos como «jueces-estrella», cuando si hay o debiera haber algo más neutro y epiceno en los aparatos del Estado -en su época liberal-, son los jueces, de quienes Montesquieu dijera que «los jueces de la nación no son más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes». O sea, un poder nulo, en cierto modo. No como ahora que está anulado, cosa bien distinta, aunque galleen las vedettes.